La celebración de los 30 años de Woodstock, tres días con las mejores bandas del momento, un predio enorme, mucho personal de seguridad contratado, dos escenarios en paralelo, un enorme hangar para raves nocturnas, una amplia zona para acampar. Sobre el filo del siglo, el mayor festival de la historia. ¿Qué podía fallar?
Todo.
Woodstock 99 se transformó en una pesadilla. Hambre, sed, maltratos, un calor infernal, precios exorbitantes, incendios, saqueos, agresiones, violaciones y muertes. Tres días que tuvieron poco de paz y de celebración. El lugar se fue transformando en una zona de desastre.
Trainwreck: Woodstock 99, una nueva serie documental de Netflix, de tres episodios, reconstruye esos días de julio de 1999. Y se une a Woodstock 99: peace, love and rage, el largo documental que estrenó HBO el año pasado. Los testimonios y las imágenes estremecen.
A principios de 1999, Michael Lang, el organizador del Woodstock original, anunció un mega festival para conmemorar los treinta años del evento. La experiencia anterior había sido para festejar el cuarto de siglo. En 1994 la organización dejó mucho que desear. La lluvia y el barro fueron grandes protagonistas.
Lang sabía que para organizar un evento de esas características necesitaba grandes bandas, muchos millones de dólares, una logística bien desarrollada y un socio con espaldas y contactos en el mundo de la música. El socio fue, como cinco años antes, John Scher, un importante promotor de la época que había organizado recitales con todas las grandes bandas del momento: desde los Rolling Stones hasta The Who.
Como en las ocasiones anteriores, Lang buscó el sitio dentro del estado de Nueva York desde un helicóptero. Encontró un lugar en Rome. Una vieja base abandonada de la fuerza aérea norteamericana. En ese momento ninguno señaló el contrasentido de organizar un pretendido evento contracultural en una base aérea, en una instalación militar.
Mientras buscaban una sede a los organizadores se habían fijado tres prioridades, todas destinadas a ganar el mayor dinero posible (algo por la cual no se los puede culpar). La primera era que fuera un lugar bien amplio, que albergara la mayor cantidad de gente. Las otras dos eran fruto de la experiencia, del fracaso económico que había resultado Woodstock 94. El sitio debía permitir un vallado perimetral inviolable: cinco años antes los gate—crashers, los que invadieron el lugar sin entradas, fueron decenas de miles: se calcula que la mitad de la gente había ingresado sin su ticket. La tercera condición era que buena parte de la infraestructura ya estuviera construida, no tener que invertir millones de dólares en erigir edificios para oficinas, depósitos y demás.
Lang y Scher vieron otra ventaja en la base: había mucho, muchísimo asfalto. Eso indicaba que las posibilidades de que el barro fuera un personaje central del fin de semana (como en cada Woodstock: una módica tradición) quedaba descartada.
Metallica, Limp Bizkit, Red Hot Chilli Peppers, Korn, Rage Against The Machine, Fatboy Slim, The Chemical Brothers, Moby, The Offspring, Creed, Dave Matthews Band, Elvis Costello, clásicos como Willie Nelson y James Brown y sólo tres solistas femeninas: Sheryl Crow, Jewel y Alanis Morisette, entre los nombres más importantes. Un elenco que incluía varios de los intérpretes más exitosos del momento. Lo que nadie pareció tener en cuenta fue que el estilo de la mayoría (y por ende su público) era bastante más combativo que el del Woodstock original. Era un callejón sin salida: si se quería tener a ciento de miles de jóvenes durante tres días había que darle lo que ellos querían escuchar. Metal, hard y nu metal eran los géneros que copaban los rankings.
La venta de tickets fue extraordinaria. La cartelera seducía. También la posibilidad de revivir la experiencia más envidiada de la década del sesenta. Y no habría que olvidar el efecto disuasorio de la base aérea, una especie de fortaleza, a la que, según afirmaban los organizadores, que resultaría inviolable para los que quisieran colarse. Vendieron 250.000 entradas. Una enormidad. El evento pago más grande de la historia.
La campaña publicitaria fue exuberante. MTV machacaba diariamente con Woodstock 99. Si en el original los números cerraron varios años después gracias a los ingresos de la película y de la banda sonora, en este desde el principio todo lo económico pareció ir sobre rieles gracias al pay per view: decenas de miles pagaron 60 dólares para ver cada show y cada instancia (la transmisión no dejó exceso sin mostrar: jóvenes drogándose, peleándose, desnudos y teniendo sexo al aire libre).
Pese a esas precauciones, en el momento de mayor convocatoria del festival, el segundo día a la noche, llegó a haber 400.000 personas en el predio. 150.000 a los que el largo muro perimetral no pudo detener. Tampoco la seguridad.
Era Woodstock. O al menos así se llamaba. No podía haber policías. Ni siquiera guardias de seguridad llamados de esa manera. El nombre del escuadrón de hombres que cuidarían los ingresos y los alrededores del escenario era un eufemismo: Patrulla de la Paz.
Como mientras se acercaba la fecha del evento, Lang y Scher empezaron a ajustar costos, muchos de los contratados para la labor no tenían la menor preparación profesional. Sólo querían (como el resto de los asistentes) sexo, drogas y rock and roll pero que les pagaran por ello. Así los ingresos fueron permeables y los incidentes a lo largo de los días se multiplicaban sin que nadie intentara detenerlos.
En ese nuevo cálculo de gastos, la organización fue cortando servicios. La comida la tercerizó, la empresa encargada de la limpieza fue cambiada y se redujo el número de hombres de seguridad y también sus honorarios.
El 22 de julio de 1999 se abrieron las puertas del lugar. Parecía revivir el viejo espíritu. La ruta se sobrecargó pero, al contrario que en el original, el tráfico avanzaba. El vallado perimetral había sido camuflado con paneles de madera pintados con dibujos con aires hippies y psicodélicos para que no intimidara ni tuviera un aire represivo. La caravana de autos parecía interminable.
El lugar tenía dos escenarios principales, un hangar para las raves, una superficie muy amplia de césped para las acampadas nocturnas, sectores de venta de comida, cajeros automáticos, una plaza cervecera auspiciada por una importante marca y varios puestos en los que los auspiciantes vendían sus productos.
Los espectadores se llevaron una sorpresa en la entrada. Eran revisados y les sacaban la comida y la bebida que llevaban. Podían pasar con sus carpas, bolsas de dormir y drogas varias pero no con botellas de agua. Sólo se podía consumir lo que se comprara dentro.
Lang y Scher estaban contentos: no había lluvias anunciadas. Días soleados y calurosos. Pero no tuvieron en cuenta que fueron demasiado calurosos. El sábado fue el de mayor temperatura del año. Y el sol rebotando contra las pistas de aterrizaje abrasaba. Para empeorar la situación, ese predio desnudo que los había seducido, tenía una contra en la que no habían pensado. No había lugar para guarecerse del sol que se había convertido en un suplicio.
El calor aumentó la sed de los espectadores. Pero las bebidas estaban carísimas. La botella chica de agua mineral costaba 4 dólares (unos 8 actuales). La gente se empezó a poner nerviosa.
El viernes James Brown abrió los shows. El lugar se fue colmando. Todo parecía marchar bien con algunas pequeñas dificultades fruto de la magnitud del evento, de su ambición.
Pero en realidad el problema fue la ambición de los productores que preocupados por maximizar sus ganancias redujeron servicios: dejaron de pensar en el público. Apenas el festival comenzó a moverse, los problemas salieron a la luz.
La gran mayoría de los espectadores todavía no percibía nada. Eran jóvenes que habían ido a pasar el mejor fin de semana de su vida. Había mucha desnudez, alcohol y drogas. Se suponía que eso es lo que había que hacer en Woodstock.
Se había anunciado que habría muchos baños químicos y un sector de duchas. Pero antes de que anocheciera la fila para tomar agua o bañarse era tan larga que algunos ansiosos rompieron las cañerías para que el agua saliera por cualquier lado.
Los baños de tanto uso quedaron inutilizados en muy pocas horas. El hedor hacía que la gente no se atreviera a acercarse a más de 100 metros del lugar. Con la rotura de las cañerías se formó barro. Los que todavía conservaban algo de lucidez se dieron cuenta que en el lugar casi no había tierra: todo era cemento y el asfalto hirviente de las pistas. El barro estaba formado de agua y materia fecal. Los otros, los que no tuvieron en cuenta esta circunstancia, se revolcaban felices en la sustancia marrón.
El momento cumbre de ese primer día fue la presentación de Korn. El público era una masa ondulante. Muchos cuerpos surfeaban por sobre la gente. Las chicas eran manoseadas. Después se supo que una de ellas fue tirada al suelo y abusada en medio del show. Muchos otros eran pasados por sobre las vallas para recibir atención médica.
Tras el final de los shows en los escenarios principales, después de la medianoche, algunos fueron a las carpas, otros merodearon por ahí, varios quedaron tirados sin poder levantarse y más de 60.000 fueron a uno de los hangares a la rave.
A la mañana, con la luz del día, el panorama era desolador. Se hacía evidente lo que la oscuridad de la noche había ocultado. Había basura por todos lados, botellas de plástico, bolsas, papeles. Gente tirada en el suelo, muchos de ellos sin ropa. Pero a las 11 volvieron los shows y todo se puso en marcha de nuevo.
El calor a media tarde superó los 42 grados. La gente pedía agua a los gritos. La organización no había pensado en la cuestión. Las colas en los puestos de venta, bajo el sol tremendo, eran larguísimas. Hubo más de mil deshidratados.
Había cansancio, estados alterados y cada vez menos plata. A las 20.30 Limp Bizkit subió al escenario. Casi 400.000 personas esperaban a la banda. Fred Durst no hizo nada por apagar el fuego. Estaba exultante y ensoberbecido por la devoción de esos cientos de miles de personas: una masa frenética lo obedecía. En cada rincón del predio parecía haber un pogo. La enfermería colapsó: desmayados, insolados, fracturados, varios con conmociones cerebrales. Unas horas después, durante la actuación de Metallica, un espectador falleció por un colapso cardíaco.
La sensación de impunidad se expandió. Un aire de desastre se instaló y ya no se fue más. La multitud estaba desbordada, desquiciada. Cualquiera sabía que eso no podía terminar bien.
Fred Durst hizo lo que se esperaba de él, por eso lo habían contratado. Enardeció a la multitud. Pareció un milagro que no se desmadrara todo. Hubo roturas, ataques a la torre de sonido y abusos varios que se denunciaron posteriormente. Pero el show continuó.
Esa madrugada, en el hangar, mientras Fatboy Slim estaba en las bandejas, una camioneta entró al lugar con el riesgo de atropellar a alguno de las decenas de miles ahí presentes: dentro de ella una chica de 15 años desnuda y recientemente violada por varios jóvenes.
En la madrugada del tercer día fueron varios los que se retiraron. Ya habían visto y sufrido demasiado. Por su parte, los organizadores sostenían que no había habido mayores problemas.
Lo cierto es que ellos subestimaron los problemas logísticos y los espectadores que habían pagado más de 150 dólares por sus entradas no tenían los servicios mínimos, ni las necesidades básicas cubiertas. Ya no había baños y el agua y la comida que había empezado a escasear aumentaba de precio hora a hora. Llegó a valer 10 dólares cada botella de agua.
Esa última jornada estuvo dominada por un rumor que hizo correr la organización. Más allá de los artistas anunciados, habría una actuación final de un artista sorpresa. Se hablaba de los Stones, de Prince, de los Guns N’ Roses y hasta de Michael Jackson. El número central eran los Red Hot Chilli Peppers. Flea apareció desnudo con una media (que duró poco en el lugar) cubriendo su miembro.
Michael Lang tuvo una idea. Decidió repartir 100.000 velas para que fueran encendidas durante la interpretación de Under The Bridge. Era un gesto contra el abuso de armas y de condolencias para las víctimas de la masacre de Columbine. Se trató de una de las peores ideas de la historia del rock. La imagen de la multitud con sus velas durante la canción fue conmovedora. Pero minutos después un gran incendio se inició al fondo del predio. Los organizadores pararon el show. Le pidieron a Anthony Kiedis que saliera y se dirigiera a la multitud en busca de clamarlos. Él se negó, dijo que no era un profeta. Cuando volvieron al escenario, la banda hizo un cover de Fire de Jimi Hendrix. Fue la señal de largada para que decenas, cientos de hogueras se encendieran. Cuando los RHCP se despidieron un tema después, la gente comenzó a abuchear: esperaban el número sorpresa. El enojo, los excesos, el cansancio y la sed de los tres días hizo eclosión. Se desató un infierno.
Cientos de foco de incendios, trailers prendidos fuego, saqueos a las tiendas (y a sus cajas con miles de dólares), el derribo y la apertura de los cajeros automáticos, corridas, violencia. El cielo oscuro y cerrado se había teñido de naranja por los incendios. Al poco tiempo llegaron fuerzas policiales y militares a intentar poner orden. Tres horas antes los organizadores y el alcalde de Rome habían brindado una conferencia de prensa triunfal negando cualquier tipo de problemas y hasta especulando con una nueva edición.
El amanecer mostró un paisaje post apocalíptico. El humo saliendo de las construcciones y los vehículos chamuscados, montañas de basura, rastros de sangre, despojos, gente tirada, las heces inundando grandes zonas del lugar.
Con el paso de los días se conocieron varias denuncias de abusos sexuales y violaciones. Woodstock y su viejo espíritu terminaron de la peor manera. Lo único que unió a los dos festivales fue su pésima organización. Pero treinta años habían pasado. La música era diferente, también la sociedad.
En su reencarnación de 1999 sólo hubo descuido, rabia y violencia.
CON INFORMACION DE :infobae.com