Israel Keyes se había movido durante años con comodidad por todas las ciudades de los Estados Unidos, abusando de sus víctimas y cometiendo crímenes monstruosos. Nunca dejaba pistas y se había convertido en uno de los casos no resueltos del FBI. Pero cuando eligió a Samantha Koeing como su próxima presa no imaginó que un detalle terminaría con su raid de sangre
La escena de las cámaras de seguridad estremece. Samanta Koening, de solo 18 años, se dispone a cerrar el kiosco en el que trabaja en Anchorage, Alaska. Está tranquila y se prepara un café cuando siente que la puerta del local se abre. Un hombre entra y va directo hacia ella. La apunta con un arma. La joven levanta las manos, cree que es un asalto, y sale de detrás del mostrador. Fue la última vez que la vieron con vida.
Esas imágenes grabadas se transforman en la única pistas, pero no llevan a nada. Mientras toda la policía de la ciudad la busca, el secuestrador la lleva a una casa abandonada. En ese cobertizo la viola con brutalidad, la mata y la descuartiza. Para deshacerse del cuerpo arroja los restos en en el solitario lago Matanuska, amparado por la distancia entre Alaska y las grandes ciudades del vasto territorio norteamericano. El hombre siente placer: es un asesinato más en su largo raid de sangre y muerte.
Nunca imaginó que un descuido iba a terminar con sus años de impunidad. Se había cuidado mucho: era un meticuloso asesino serial que no dejaba nada librado al azar. Pero el asesinato de Samantha se convirtió en su ineludible ratonera.
Israel Keyes, había nacido en Richmond el 7 de enero de 1978, en el seno de una familia mormona. Pero, ¿quién era en realidad? Se educó en su casa: sus padres, extremistas blancos, despreciaban el sistema educativo oficial. No querían que nada contaminara la mente de su querido niño.
Mudados a Washington, se hicieron amigos de la familia de Chevy Kehoe, un supremacista blanco que años más tarde fue condenado a muerte por tres asesinatos: la ideología y la violencia fueron el imprescindible combustible de Israel, y lo puso en marcha a toda velocidad.
Al mismo tiempo, pasó dos años como militar en Fort Lewis, Fort Capote y Egipto, y se retiró con cinco premios y otras tantas condecoraciones.
Sus compañeros lo describieron como tranquilo y reservado, pero declararon que los fines de semana, a solas, bebía botellas íntegras de bourbon Wild Turkey, y que era fanático de un indeseable grupo Los Payasos Dementes, nombre que no exige explicación.
Cuando dejó la milicia, Israel cometió toda clase de estafas, hurtos y robos en establecimientos, además de atracos a bancos, pero siempre salía impune: la Policía no lograba atraparlo. Incluso llegó a confesar con posterioridad que violó a una chica, pero jamás se demostró nada.
Un cambio de vida llegó en 2007. Israel Keyes se fue a vivir a Alaska. Decidido, abrió una empresa de construcción, trabajó como ebanista y encontró en las obras que le adjudicaban como contratista una gran excusa para viajar por todo el país. Ya había empezado con sus monstruosos crímenes, pero jamás dejaba pistas. Y las visitas a distintas ciudades se convirtieron en una gran coartada. Nadie iba a sospechar de él.
Al llegar a una ciudad, elegía una víctima al azar. Ninguna tenía conexión con la otra ¿cómo relacionar esos crímenes? Era imposible: no había móvil y él no conocías a los desdichados que seleccionaba para sus masacres. Además, Israel era meticuloso al extremo. Planificaba cada asesinato al detalle. Nada quedaba librado al azar.
Una vez elegida su víctima -generalmente en lugares remotos y a miles de kilómetros de distancia unas de otras- preparaba y escondía en un impecable kit de muerte -y dentro de un balde- armas, silenciadores, bolsas plásticas, ancha cinta adhesiva, y cortaba los cables de teléfono de la casa de sus presas.
En 2011, cuando llegó a Chicago, ya llevaba un croquis del crimen que había planeado. Fue hasta una agencia de alquiler de coches, manejó 1600 kilómetros y eligió una bella casa en una zona aislada y bella de Vermont. Bill y Lorena Currier no sospecharon el horror que se avecinaba cuando notaron que la línea de teléfono no funcionaba. Solo unos minutos después, Israel Keyes los había maniatado. Enceguecido por el placer, llevó al matrimonio a una casa abandonada, violó a la mujer y la estranguló; luego, le disparó a Bill y se deshizo de los cadáveres.
Así siguió durante meses: planeando viajes, eligiendo víctimas, violando, descuartizando, ocultando los cuerpos. La policía no podía relacionar ningún crimen ni pensar que una sola persona era el autor de los mismos. Estaban desconcertados.
Pero algo pasó en 2012 cuando entró a ese kiosco y se llevó a Samantha. Quizás ya estaba muy confiado. Quizás creyó que nunca iban a atraparlo porque su plan era perfecto. Pero por primera vez no se cuidó frente a las cámaras de seguridad, mató cerca del lugar donde vivía y, lo que finalmente lo hizo caer, cometió un error imposible: sacó dinero con la tarjeta de crédito de su víctima.
Dos meses después cayó en una playa de estacionamiento de Lufkin, Texas, por usar esa tarjeta que la policía rastreaba desde Nuevo México y Arizona. Y cantó todo.
Detenido como sospechoso de asesinato, acabó por confesar que mató a cuatro personas en Washington y a una en Nueva York, donde tenía diez hectáreas y una cabaña, posiblemente el cuartel general de sus minuciosos preparativos para matar.
Asesino, violador, pirómano, ladrón y asaltante de bancos desde el 96, cuando atacó a una adolescente en Oregón, fue, según los veteranos investigadores que lo interrogaron, “mentiroso, desfachatado y capaz de negociar sus crímenes” –prometió confesión completa– a cambio de rebaja en su condena a muerte.
“Todo parecía lloverle. Se encogía de hombros, se reía a carcajadas, y encaraba los interrogatorios como una función de circo”, recordó un de los hombres de azul.
Aunque se le atribuyen más de 15 asesinatos a sangre fría –varios cuerpos fueron encontrados–, su última víctima fue el lazo de su caída
Uno de los psicólogos forenses que trabajó en el caso, describió al criminal como “una especie de adicto al asesinato”, alguien que cazaba sus víctimas en lugares remotos: senderos, campamentos, pequeñas ciudades, parques.
Su última jugada fue confesar el crimen del matrimonio Currier a cambio de achicar su brutal retahíla de sangre, pero no funcionó.
Mientras en el tribunal se lo juzgaba por el asesinato de Sanamtha Koenig, Israel Keyes se cortó las venas y se ahorcó en su celda el 2 de diciembre de 2012.
Lo único que quedó en la cárcel, entre la sangre de sus venas, fue un extraño y burdo poema: Oda al Asesinato. Que jamás figuraría en la historia de la literatura.
CON INFORMACION DE-infobae.com